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Westwood, California, United States

Monday, March 17, 2008

No estábamos solos

Siempre quize unas vacaciones en las montañas, en una casa con una gran chimenea, rodeada de naturaleza, quietud, paisajes, caminatas y en la medida de lo posible, nieve.

Como lo imaginé, tuvimos la gran suerte de encontrar en pleno diciembre, un rancho en las montañas del Parque Nacional Sequoia, al norte de Los Angeles, para pasar el fin de año. Un par de días antes, fuimos al supermercado y llenamos las arcas. Compramos comida suficiente para diez días sin escatimar en lujos, con la champaña de rigor, dulces, chocolates, cocoas, vinos y una variedad de embutidos, jamones, frutas y jugos, además de mis famosas omelets italianas de patatas y espinacas que preparé el día anterior a irnos. De hambre, no nos íbamos a morir.

Sabíamos que íba a estar frío, asi que empacamos abrigos, chaquetas de invierno, guantes, gorros, medias térmicas, bufandas y hasta pasamontañas; nunca se sabe con qué se va uno a encontrar. Con el baúl lleno, diez películas de renta y mi guitarra, Peter y yo partimos hacia el norte a disfrutar de unas cortas, pero efectivas vacaciones perdidos en medio de las montañas.

El paisaje empezó a cambiar gradualmente a medida que nos acercábamos al rancho, de los monótonos carteles y autopistas urbanos, a un magnífico paisaje campestre, adornado por suaves colinas, cerros y la majestuosa Sierra Nevada coronándolo todo con su manto blanquísimo.

No nos habían asegurado que caería nieve en el rancho por encontrarse en las faldas de la sierra, pero nos habían dicho que sería muy probable que tuvieramos la suerte de una nevada porque las temperaturas habían estado inusualmente bajas ese invierno. Yo traía los dedos cruzados desde Los Angeles, para que pudieramos tener una navidad blanca.

Después de tres horas y media de carretera y dos paradas en estaciones de gasolina para ir al baño, llegamos al que íba a ser nuestro hogar por los próximos ocho días. Cuando abrí la puerta de la camioneta para bajarme, una corriente helada me dió la bienvenida.

Bajamos nuestras cosas del coche, las acomodamos en la cocina y en la habitación principal y nos dimos, o mejor, Peter se dio a la difícil tarea de encender la chimenea de la sala. Como todo hombre que se respete, juró tener mucha experiencia en el arte de encender chimeneas de leña. Dos rollos de papel de cocina, tres revistas de los dueños y diez discusiones acaloradas no ayudaron a sacar ni una miserable chispa de entre los leños. Nos estábamos congelando.

Debo darle más credito a la paciencia de Peter que a su técnica de encendido, porque finalmente, después de casi tres horas, las llamas lamían furiosamente la madera y la casa empezaba a calentarse lentamente. Seguido, Peter encendió la chimenea antigua de hierro de la cocina y la de nuestra habitación. No podía quejarme, tenía todos los flancos cubiertos y calientes.

La casa había pertenecido a la familia de una muy buena amiga mía y hacía relativamente poco que la habían vendido a los nuevos dueños, quienes ahora la rentaban por cortos periodos de tiempo, tanto en invierno como en verano.
Era una casa grande, con 5 habitaciones, una sala enorme, un comedor rodeado de ventanas que ofrecía una magnífica vista de las montañas y una cocina que, para alguien como yo que disfruta cocinar, era la mejor parte de la casa. Creo que pasé más tiempo metida en la cocina que en cualquier otro lugar.

El terreno donde estaba construida y todos los alrededores había pertenecido antiguamente a tribus indigenas locales y era tierra sagrada. La energía del lugar, su quietud, su apacible ritmo natural, donde el tiempo parecía detenido, se sentía definitivamente diferente a lo que estábamos acostumbrados en la ciudad.

Nuestra primera caminata nos llevo hasta el tanque de agua, en la punta de una de las colinas que rodeaban el rancho. Fuimos a revisar, como nos lo habían explicado los dueños, que el nivel del agua estuviera normal, sin rebozarse. Mientras subíamos el empinado cerro, pensé en lo cómoda que teníamos la vida en la ciudad, teniendo el agua a nuestra disposición con sólo girar una llave. Aquí en el campo y antiguamente, el agua costaba, no en dinero, sino en esfuerzo por obtenerla. Lo bueno era saber que cada vez que teníamos que subir a revisar el tanque, perdíamos medio kilo de peso por el ejercicio.

Después de asegurarnos que tendríamos suficiente agua para los proximos días, seguimos el sendero que nos internó montaña adentro, y que continuaba hasta llegar de nuevo al punto de partida. A mitad de camino, nos detuvimos para ver el atardecer y meditar un poco. No hablamos por un rato, sólo dejamos que la naturaleza lo hiciera.

La primera noche fue toda una proeza, no sólo para mantener las chimeneas prendidas, sino porque se nos ocurrió dejar la de nuestra habitación encendida toda la noche. Nos pareció tan romántico, que no se nos ocurrió que nuestro cuarto se convertiría en un horno. Por otro lado, dormir la primera noche en un sitio extraño siempre trae consigo una serie de consecuencias psicológicas. Cada ruido que escuchábamos nos despertaba aterrados y de paso nos recordaba lo caliente que estaba la habitación. Creo que hablamos hasta las tres de la madrugada, porque no había quién nos hiciera dormir.

Al día siguiente, nos levantamos temprano y desayunamos más de lo normal con la excusa de estar de vacaciones y hacer la promesa de ir al gimnasio apenas regresáramos a casa. Además, cada salida a caminar quemaba cualquier caloría extra consumida. Después de desayunar fuimos al establo a ver a los caballos. Los dueños nos habían autorizado a darles zanahorias o montarlos cuando quisiéramos, pero terminamos dándoles manzanas, lo que resultó ser un gran error cuando vimos que desde ese día, nos empezaron a seguir a todas partes como perros falderos.

Los primeros copos de nieve cayeron sobre mi cabeza al tercer día, cuando regresábamos de un viaje al parque de los Sequoias Gigantes, que quedaba a una hora del rancho y que encontramos cerrado por mal tiempo. Al llegar al rancho, tuve que bajarme a abrir la reja de la entrada y de la nada, los copos, como algodón, empezaron a caer silenciosos y casi ordenadamente dando una sensación de paz indescriptible. Tal vez fue la recompensa por no haber podido entrar al parque esa mañana.

Al día siguiente, Peter me despertó muy temprano insistiendo en que me levantara y saliera de la casa porque todo estaba cubierto de nieve. Ahora entiendo lo que sienten los pequeños cuando los sorprende la primera nevada de la estación. Esa mañana fuimos niños otra vez.

A medida que pasaban los días, se nos fueron acabando las películas, las canciones para cantar y las revistas para leer. Eventualmente, el tiempo se nos fue en poner más leña en el fuego, comer, comer y comer y charlar hasta altas horas de la noche.

A los tres o cuatro días de estar en el rancho, Peter empezó a sentirse un poco extraño. No me había comentado nada, pero sentía algo raro en la casa, especialmente en las noches cuando tenía que ir a la cocina por agua y atravezar un largo corredor que comunicaba las habitaciones con las áreas sociales de la casa, y que era paso obligado para ir a cualquier otra parte. También, cuando entrábamos en el cuarto de juegos que quedaba abajo en el primer piso, cerca del garage.

Habíamos decidido dormir sin encender la chimenea de nuestra habitación desde aquella primera noche, sacrificando el romanticismo por la comodidad, pero desde entonces, teníamos una sensación inquietante que se dejo sentir especialmente la noche anterior a irnos.

Como todos los demas días, esa noche cenamos temprano ya que oscurecía como a las 4:30 pm , y como se nos habian terminado los DVD’s, fuimos al cuarto de juegos y encontramos una película de video de los ochentas.  Peter se las ingenió para conectar una video casetera de museo que encontró en el cuarto de juegos al monitor de nuestra habitación y asi pudimos verla.


Durante el tiempo que estuvo en el cuarto de juegos, Peter sentía que alguien o algo lo miraba por detrás. Noté que esa última noche, se giraba constantemente a mirar hacia todos lados, como si alguien lo estuviera siguiendo, lo que me pareció muy inusual en él, porque no es dado a ese tipo de reacciones. Estaba realmente nervioso, lo que por ende, terminó poniéndome también a mi nerviosa. Hasta el más mínimo ruido nos hacía saltar por los aires.

Después de cenar y ver la película nos metimos a la cama a conversar para engañar al sueño. Fue ahi cuando Peter empezó a decirme cómo sentía que alguien caminaba detras de él cada vez que pasaba por el corredor hacia la cocina. Yo, por mi lado. habia estado escuchando voces todas las noches pero no había dicho nada pensando que podría ser el viento que arrastraba las palabras de otros a la distancia y se las traía enredadas. Habia escuchado mil voces murmurando en las noches, voces que parecían venir de todas partes, algo que de hecho, ya había experimentado en otras ocasiones.

Cuando Peter me dijo que él habia estado escuchando voces de niños que parecían venir de la sala, me recordó algo que leí alguna vez, donde explicaba cómo las voces o la energía de quienes habían vivido en un determinado lugar lo impregnaban todo y quedaban plasmadas en los muros, como si la escencia de aquellas personas aun estuviera en el lugar.

Finalmente, a las cuatro de la mañana, pudimos conciliar el sueño, pero no por mucho tiempo. Un aparatoso ruido metálico, que no habíamos escuchado antes, nos dejo con los pelos de punta y con ganas de empacar esa misma noche y salir de ese lugar que había sido tan acogedor y apacible un par de días antes.

Peter hizo acopio de toda su valentía para levantarse y salir a ver que sucedía en la parte posterior de la casa. Yo, chancleta en mano, lo seguía cautelosa detrás, dispuesta pelearme con quien fuera o lo que fuera. Seguimos escuchando el mismo ruido repetido, monótono, como de puerta que se golpea sola con el viento en las películas de terror. Asi nos sentíamos, de repente, esta casa maravillosa, se había convertido en el Castillo de Drácula. Cada foto, cada porcelana nos miraba fíjamente. Cada ruido era de ultratumba y no de simple madera contrayéndose por el frío externo y el calor de las chimeneas.

Cuando abrimos la puerta de atrás, que daba a la piscina y a un jardín enorme que la rodeaba, volvimos a escuchar el golpe metálico, a lo que Peter gritó a todo pulmón preguntando si habia alguien allí. De las sombras, emergieron tres de los caballos que habían estado disfrutando de nuestras manzanas esa tarde y que con las patas, golpeaban la reja de hierro que los separaba de la casa. Fue probablemente la mejor técnica que encontraron para pedirnos más fruta.

Temporalmente aliviados, regresamos a la habitación, apagando a nuestro paso todas las luces que habíamos encendido para llegar hasta allí. Una vez en la cama, seguimos hablando de lo sucedido y tratando de dormirnos. Una vez más escuchamos las voces murmurando que venían de todas partes, pero a ese punto, el miedo era tan grande que las voces eran más una compañía. Fue la noche más larga de nuestras vidas.

A la mañana siguente, empacamos tan rapido que el dueño de la casa no alcanzó a despedirse de nosotros en persona, y por teléfono aclarmos lo del depósito y otros gastos de limpieza que habiamos acordado antes de venir. La idea era salir de alli tan rápido como fuera posible y no regresar más.

De regreso en casa, cansados despues del viaje por carretera, se me ocurrió pasar al computador las fotografías, que Peter y yo habíamos tomado del rancho y los paisajes alrededor. Mientras las organizaba por fechas y lugares, reparé en la última fotografía, la más simple de todas, que Peter había tomado mientras estabamos afuera. En ella se veía el ventanal frontal de la casa donde en una de las ventanas, mirando hacia afuera, aparecían dos figuras, una muchacha joven de pelo largo y un niño vestido con ropa antigua.

Tal vez fue nuestra imaginación, tal vez no, pero tenía la sensación de que iba a encontrar algo que nos diera una pequeña pista de por qué nos habíamos asustado tanto. Tal vez fue el hecho de que esa última noche, las tres chimeneas se apagaron y la casa ya no tenía el fuego protector del que hablan los indios, el fuego que ahuyenta a los espíritus.

Así mismo, no sé si volvería a ese rancho, a pesar de todo, la experiencia resultó agradable, pero los eventos de la última noche nos dejaron un sabor amargo en la boca y la certeza de que no estábamos solos.


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